lunes, 11 de mayo de 2009

Algunas historias de Ausencias


Omar Darío Amestoy, 31 años
María del Carmen Fettolini, 29 años
Maria Eugenia Amestoy, 5 años
Fernando Amestoy, 3 años

La familia Amestoy es asesinada el 19 de noviembre de 1976
en la “Masacre de la calle Juan B. Justo”,
San Nicolás de los Arroyos (Buenos Aires).
En septiembre de 2007, las familias continúan reclamando justicia.


1975
Omar Darío Amestoy
Mario Alfredo Amestoy


2006
.
Mario Alfredo Amestoy

Omar Darío nace el 4 de enero de 1945 en Nogoyá (Entre Ríos).
La familia Amestoy trabaja en la venta de textiles. Omar estudia Derecho. Se hace cargo del Registro de la Propiedad del Automotor de su ciudad natal. Compagina su trabajo con la militancia social en los barrios marginados de la ciudad. El suyo es uno de los registros modelo.
Omar es asesinado junto a su esposa, María del Carmen Fettolini, y sus dos hijos, María Eugenia, de cinco años de edad, y Fernando, de tres, en lo que se conoce como la 'Masacre de la calle Juan B. Justo', en la ciudad de San Nicolás de los Arroyos. El asesinato múltiple en la casa de los Amestoy es perpetrado por fuerzas conjuntas del Ejército Argentino y las policías Federal y Bonaerense.
Muchas bicicletas. El hermano de Omar recuerda la multitud de gente que con sus bicicletas acudió desde los barrios al entierro.
En la fotografía es domingo. Omar y su hermano Mario Alfredo han salido con sus familias al campo. Primavera de 1975. Un día de pesca y asadito en el puente de 'lo Navarret'.

Puente de 'lo Navarret' (por Jaume Mestres)
Cerca del camino está el arroyo donde hoy nadie pesca.
Estoy sentado en un margen, principio del horizonte curvo que veo. Campos, arbustos y algunos árboles presencian tiempos felices y hogareños. Eso quiero creer.
Espero a mi amigo con la camisa blanca embolsada sobre mis rodillas.
Atento, me sorprende cómo, poco a poco, miles de caminos surcan los pastos. Caminos dibujándose con el rodar de muchísimas bicicletas. Cada vez más. Desde el horizonte hasta el chirriar del pedal y el graso engranaje cuando se acercan. Algunas se me cruzan. No cruza cuí alguno. Solo ciclistas con camisas blancas como la que me pidió mi amigo.

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Raúl María Caire, 27 años

Es secuestrado junto a su mujer y sus dos hijos el 2 de noviembre de 1976 en Resistencia (Chaco). En septiembre de 2007, Raúl María continúa detenido-desaparecido.


1973
Andrés Servín
Raúl María Caire
Luisa Inés Rodríguez

2006
Andrés Servín
.
Luisa Inés Rodríguez

Raúl María nace el 19 de junio de 1949. Se crió en el pueblo de Arroyo Barú junto a sus diez hermanos. Raúl es un creyente comprometido que abandona su formación sacerdotal por discrepancias y presiones de la cúpula eclesiástica dirigida por monseñor Tortolo. Empieza a militar en la Juventud Peronista.
En 1974, la Alianza Anticomunista Argentina, grupo paramilitar conocido como “Triple A” y financiado por José López Rega, Ministro de Bienestar Social del gobierno de Isabel Perón, atenta con explosivos su automóvil. Asediado por las amenazas, Raúl pasa a la clandestinidad. El 2 de noviembre de 1976 es secuestrado junto con su mujer, Luisa Inés Rodríguez, y sus dos hijos. Ariel tiene dos años y medio y Adrián acaba de cumplir diez meses. La familia entera desaparece.
Después de diez días de torturas, el 13 de diciembre de 1976, Raúl María es asesinado en lo que se conoce como la “Masacre de Margarita Belén”.

El padre Servín, párroco de Nuestra Señora de Lourdes, se involucra, junto con la madre de Luisa, en la búsqueda y liberación de la esposa y los hijos de Raúl. Tras dos meses y medio de secuestro, privados de cualquier atención sanitaria tanto ella como los niños, Luisa Inés pasa a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y permanece detenida hasta el final de la dictadura. Sus dos hijos son entregados a los abuelos y vuelven a casa, sin sus padres.
En la foto, Raúl y Luisa contrayendo matrimonio. Oficia la ceremonia el padre Servín, amigo de ambos. Es un 24 de febrero de 1973.
En marzo de 2009, Raúl María continúa detenido-desaparecido.

El blanco jacarandá de la alianza (por Jaume Mestres)
Al final del modesto pasillo donde están las celdas del seminario se encuentra el jardín de los jacarandás. En uno de ellos las flores siempre brotan blancas y contrastan con los violáceos del entorno. Tiempo atrás este jacarandá era igual a los otros.
Unos seminaristas escondieron una alianza en su tronco. En esta alianza se grabó: «No hay amor mas grande que dar la vida por los amigos. Jn, 15, 13».
Supo de la hazaña el temido monseñor director del centro, quien ordenó encontrarla. No toleraba acción alguna que no se acordara con la disciplina establecida. Dispuso le llevaran la alianza y, si era preciso, por ejemplo, talar el jacarandá. Por el empeño quedó de él un débil y mutilado madero sin resolverse el propósito. Los chicos fueron expulsados.
Extrañezas de la naturaleza, los dos siguientes años fueron los más lluviosos que se recordaban y por abono de estrellas el jacarandá rebrotó con fuerza. En tan corto tiempo retomó su recordada forma y desde entonces sus flores nacen blancas. Con los vientos, sus pétalos vuelan fuera del seminario. Maestras jardineras y gurises andan hacia allí a recogerlos en augurio de felices promesas.

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Maria Irma Ferreira, 22 años

Es asesinada junto a su marido el 7 de enero de 1977 en Rosario (Santa Fe). En septiembre de 2007, la familia sigue reclamando justicia.

1970
Maria Irma Ferreira
Maria Susana Ferreira

2006
.
Maria Susana Ferreira

María Irma nace el 3 de febrero de 1954 en Paraná (Entre Ríos). Irma estudia en la Facultad de Ciencias Agrarias. Es militante de la Juventud Universitaria Peronista. Será suspendida como alumna el 23 de abril de 1976 por el decano normalizador militar de la Universidad de Entre Ríos. Ante el terrorismo de estado, Irma y su compañero –ambos montoneros– pasan a la clandestinidad.
A las cinco y media de la madrugada del 7 de enero de 1977, las fuerzas dependientes del Segundo Cuerpo de Ejército bombardean la vivienda del 1.618 de la calle Cullen de la ciudad de Rosario. La destruyen por completo. Irma y Omar son asesinados. Su hijo de un mes y medio de vida sobrevive milagrosamente a la masacre. Martín Fernando pasará al cuidado de su tía Susana, quien lo criará. Hoy, él es militante de la Regional Paraná de la agrupación Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (HIJOS).
En la foto, Irma sonríe al lado de su hermana Susana una tarde de primavera de 1970. Están a punto de salir. Son amigas inseparables desde pequeñas. La foto es tomada por el mayor de sus trece hermanos.

El espejo (por Jaume Mestres)
Como sucedió en el terremoto de San Juan se rompieron los espejos.
El espejo de marco liso en la esquina de Paraná con Rosario tiene su mágica función con la memoria. Tenía su lugar en la conciencia colectiva y bien podía dibujar una ceja como trascender en la autoestima de un tango. Se sabe recopiló la verdad de miles de personas que buscaron inconscientemente en él una respuesta en un segundo, al paso. Ésa era la leyenda y a ello se acudía. A partir de un cierto momento dejó de hacerlo coincidiendo con que dejó de pasar diariamente una linda flaca. La mina vivía a una cuadra del espejo. Siempre al ir a la escuela se paraba un momentito. Silenciosa, se acercaba y luego se observaba a lo largo. Mera coquetería, creían muchos. Y no podemos decir que fuera otra cosa. O sí… Lo que dicen las “nonnas” es que el espejo se enamoró de la morocha.
Una horrible explosión en la vivienda partió el espejo en miles de fragmentos. Partió la esquina en dos. Curiosamente se amontonaron los espejitos cercanos en el piso. Un atorrante se dio cuenta de que en los fragmentos se reflejaban diversas imágenes y llamó la atención a la multitud. Cierto, en cada trocito podía verse la verdad de distintas gentes como cortos de cine. Miles de vidas. Pero alguien dio cuenta del único pedacito que quedó en pie, donde estaba la pibita con un niño.

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Eduardo Raúl Germano. 18 años

Es secuestrado el 17 diciembre de 1976 en Rosario (Santa Fe). En septiembre de 2007, Eduardo continúa detenido-desaparecido.


1969
Gustavo M. Germano
Guillermo A. Germano
Diego H. M. Germano
Eduardo R. Germano

2006
Gustavo M. Germano
Guillermo A. Germano
Diego H. M. Germano
.

Eduardo Raúl nace el 20 de febrero de 1958 en la ciudad de Villaguay (Entre Ríos). Es el mayor de cuatro hermanos. Con dieciséis años es elegido presidente del Centro de Estudiantes de La Salle y empieza a militar en la organización Montoneros.
En julio de 1976 es detenido durante nueve días en el centro clandestino de detención (CCD) del Escuadrón de Comunicaciones del Ejército en la ciudad de Paraná. Una vez puesto en libertad se traslada a la ciudad de Rosario, donde vive clandestinamente. El 18 de diciembre de 1976 acuerda una cita para encontrarse con sus padres. Veinticuatro horas antes es secuestrado por personal del Ejército Argentino y de la Policía de la Provincia de Santa Fe.
Durante días será torturado en el CCD, conocido como «El Pozo», que funciona en los sótanos de la Jefatura Central de Policía. Según la investigación realizada por su hermano Guillermo en los años inmediatamente posteriores a la dictadura, y contrastada recientemente por el Museo de la Memoria de Rosario, Germano fue asesinado el 23 de diciembre de 1976. Esa noche el propio Jefe de la Policía de Rosario, Comandante de Gendarmería, Agustín Feced, organiza un simulacro de atentado en el barrio de Fisherton en el que hace estallar los cuerpos torturados de Eduardo Raúl y su compañera. Según la información del Museo de la Memoria, Eduardo Raúl, “el Mencho”, fue enterrado el 4 de enero de 1977, sin identificación, en el cementerio de La Piedad y trasladado más tarde a un osario común.

La foto se realiza en un estudio fotográfico próximo a la frontera con Uruguay. La familia va de vacaciones. La policía argentina reclama una foto carné de los chicos para permitirles cruzar la frontera. Su padre decide hacerles una única foto. Sobre fondo blanco, de menor a mayor. No sin cierta reticencia, finalmente aceptan la instantánea, que sellan y grapan. Los Germano pasan la aduana. Hoy en día es una de las pocas imágenes que la familia conserva de los cuatro hermanos juntos.

La búsqueda (por Jaume Mestres)
Me contó un refutador disidente de Dolina que por la ruta 9, detrás de un trucho restaurante al paso, hay una sórdida gomería. En su descuidado patio, entre parches, nafta, puchos y gomas rotas, husmeaban dos perros. Uno atado y el otro sin atar.
En un viaje hacia el norte antes del digital, el hombre esperaba apoyado en su rengo 600 para reparar la rueda. Fresco de nubarrón, sólo pensaba en pisar el acelerador y partir de una vez. De la nada se le acercó un flaco y elegante señor, cámara fotográfica en mano, quien le propuso retratarle allí mismo a cambio de dos “pesos ley”. Lejos de una típica plazoleta de San Telmo y sin entender le titubeó la negación y el porqué de tanta joda… “Da por cierto que en mi foto podrás encontrar algo que buscás”, le contestó.
Seducido, posó, y en un giro el flaco le abanicó la fotografía del revés. Se esfumó como llegó... Seguro de un engaño le dio vuelta a la foto y se sorprendió al verse posando en un lindo jardín, donde jugueteaban los dos perros libremente y le brillaban sus pupilas azul celeste al sol.


Textos del libro-catálogo de la exposición "Ausencias"

Clara Atelman de Fink

Por Rubén Chababo

1.

La escena es de una extrema felicidad. La madre está allí, de pie, mirado al hijo. Uno de los brazos del hijo está acodado sobre la mesa, el otro, oculto, parece estirarse hacia adelante hasta alcanzar la perilla de una radio. La mirada del hijo podríamos decir que está orientada hacia el dial y que su mano se encuentra, en el momento en que el obturador de la cámara fue disparado, buscando su estación favorita.

La madre está allí, a su lado, mirando al hijo, solo mirándolo con una leve sonrisa. Detrás hay unas cortinas floreadas, una puerta que seguramente dará a un patio y nada más.

La escena es también de una extrema intimidad. Todo está concentrado en ese espacio hogareño que podemos deducir es la sala o el típico comedor diario de una casa de clase media obrera argentina de los años setenta.

Quien sacó la fotografía no logró establecer los balances de luces y de oscuridad necesarios, porque hay zonas de la escena que aparecen como saturadas. La mesa por ejemplo. La madre tiene apoyadas sus manos sobre el borde de la mesa, pero no vemos sus manos, y esa misma saturación lumínica ha borrado hasta confundir los elementos que además de la radio están sobre la mesa.

La escena es de una extrema felicidad no porque allí esté ocurriendo algo especial, un acontecimiento que provoque la alegría de los dos retratados sino porque la atmósfera devuelve, a quien mira esta foto, la idea más aguda o más extrema de esa sensación que nos sobrecoge, cuando en medio de lo cotidiano, nos sorprende la sensación de sentir que somos felices.

Sabemos quién ha tomado esa fotografía porque al pie de ella se dice que “el padre Efraín, aficionado a la fotografía, tomó y reveló esta instantánea”. La explicación al pie no es ociosa. El carácter aficionado del fotógrafo explica lo rudimentario del procedimiento fotográfico. Pero algo más, ese dato completa de algún modo, el sentido familiar e íntimo de esa escena.

El padre no está con su cuerpo presente pero es él quien sostiene para la posteridad la fuerza de esa escena. El padre estaría, en ese lejano día o tarde de 1974 en que fue sacada la foto, del mismo lado en el que nosotros estamos hoy mirando la fotografía, ubicado en el ángulo extremo de un triángulo equilátero cuya base estaría conformada por la línea que va de la madre al hijo. El padre mira a ambos, la madre al hijo y el hijo posa sus ojos fuera de ese cruce de miradas.

Es imposible saber con exactitud la hora en que fue sacada la fotografía , pero todo indicaría, por la fuerza oblicua de la luz que se proyecta desde fuera, por su intensidad cayendo sobre uno de los costados del cuerpo del hijo y sobre parte de la mesa, que es el mediodía o las primeras horas de la tarde. Podríamos imaginar que fue obtenida un sábado o un domingo, luego del almuerzo. Que la mesa ya fue recogida, que la madre ya se ha vestido para salir y que en ese ínterin el hijo ha querido escuchar la radio y que entonces el padre ha llamado a su mujer para retratar ese instante que tiene las formas de una trinidad amorosa.

El padre ha querido, ensayando con su cámara, retratar ese instante de beatitud hogareña: la mesa limpia, despejada, la tranquilidad de los gestos, la disposición de los cuerpos, indican o hablan de ese sosegado paréntesis que ese núcleo familiar está viviendo en ese instante.

Ambos sonríen, pero en el rostro de la madre es donde la sonrisa se hace más evidente porque en el del hijo, la luz, al dar de costado, desdibuja el gesto, en especial sus labios que quedan atrapados en el blanco lumínico que se proyecta desde una ventana que no vemos.

Nada hace disturbio en la escena. El fotógrafo aficionado ha logrado atrapar no solo la sencillez de ese hogar sino la tranquilidad que lo habita. Es como si hubiera querido decirnos (o decirse a sí mismo al revelar la fotografía) que ese territorio familiar está en sosegado equilibrio. La mirada de la madre lo confirma: mira sonriente al hijo con un dejo de candidez y confianza. Algo del orgullo ( por la heredad) parece proyectarse allí, como si al mirarlo estuviera diciéndonos (o diciéndose a sí misma): este es el hijo que tengo, el fruto de mi vida.

Sacar esta fotografía no parece haber significado para ninguno de los dos fotografiados ni para el fotógrafo que la obtuvo una ceremonia o un acto previamente ensayado. Hay un dejo de espontaneidad en la ausencia de pose, en el hecho de no mirar a la cámara. El fotógrafo parece haberles avisado que la fotografía iba a ser tomada pero de seguro prefirió pulsar el disparador en el instante más natural, anulando cualquier pretensión de solemnidad en la escena.

Es como si el fotógrafo aficionado hubiera dicho: quiero atrapar con mi cámara esto que naturalmente transcurre paredes adentro de mi casa. Intima celebración de lo mínimo anudada en el afecto de la madre hacia el hijo pero también del padre hacia ambos. Ausente de la fotografía, el padre testimonia la armonía de ese vínculo familiar.

Hay algo en esta fotografía que la vuelve pictórica: la indefinición de los contornos. El efecto de la luz solar aleja a esta fotografía de esos retratos en los que el retratista busca detectar la exactitud y singularidad de los rostros y los espacios fotografiados. Es que al fotógrafo aficionado, más que la presencia de esos dos cuerpos en torno a la mesa, le ha interesado transmitir la atmósfera afectiva, armónica, en la que esos cuerpos están instalados, algo de aquello que Charles Baudelaire buscaba de manera infructuosa en la Paris de finales del siglo XIX y que dejó como testimonio en una carta dirigida a su madre. En ella le cuenta que ha estado buscando alguien que los retrate juntos, pero que hasta ahora ha fracasado en el intento: "la mayor parte de los fotógrafos tienen manías ridículas: consideran una buena fotografía, aquella en la que todas las verrugas, todas las arrugas, todos los defectos, y todas las trivialidades del rostro se hacen visibles: cuanto más dura es la imagen, más contentos quedan ellos", escribe Baudelaire[1]. Digamos que el autor de Las flores del mal buscaba lo que el fotógrafo aficionado logró en esta fotografía: no la representación fidedigna de los rostros y las formas, sino la atmósfera que los rodea, la narratividad de la escena por sobre el testimonio cerrado de lo real que se ofrece a los ojos.

Hay pocos objetos tan fuertemente melancólicos como las fotografías. Acaso porque en ellas se cifra el deseo desmesurado e imposible que los humanos tenemos de pretender atrapar aquello que sabemos que irremediablemente habrá de escabullirse de nuestras vidas. A pesar de ser un procedimiento puramente mecánico y a pesar también de que no seamos conscientes de ese efecto que estamos creando al sacarlas, el incipiente germen de la melancolía nace en el instante inmediatamente posterior a haber revelado las fotos, e irá acrecentándose con el paso del tiempo: cuánto más alejado estemos de ese paisaje, de la juventud de esos rostros, de la intensidad de esas miradas, de la candidez de esa escena, más poderoso se volverá el poder melancólico y más despiadado será esa sensación con nuestro alma.

Es imposible que el fotógrafo aficionado que obtuvo esta fotografía en una tarde o mediodía de 1974 no haya sabido o intuido esto. Toda la fuerza de su empeño está puesta en conservar para el mañana esa atmósfera íntima y familiar que él sabe que en pocos años más habrá de evaporarse: la madre envejecerá y el hijo abandonará el hogar. Al menos eso dictan las leyes naturales y culturales en las que esa familia se ha formado y se ha constituido. El fotógrafo aficionado que obtuvo esta fotografía sabía, en el momento preciso de obtenerla, que estaba generando un territorio eficaz para su futura melancolía y la de los suyos.

2.

Treinta y dos años más tarde de aquél mediodía o tarde de 1974 en que el fotógrafo aficionado registró la escena de la madre y su hijo, Gustavo Germano vuelve a ese mismo sitio en el marco de un proyecto inspirado en la idea de reproducir fotográficamente escenas que pongan en evidencia el impacto que la desaparición forzada de personas perpetrada entre los años 1976 y 1983 ha tenido sobre los grupos familiares y afectivos.

Clara Alteman de Fink abre las puertas de su casa para que Germano cumpla una etapa más de su proyecto y allí, en la misma sala donde la madre custodiaba con su mirada el hacer de su hijo en el pasado, él propone sacar nuevamente la fotografía que de cuenta del hiato producido por el paso del tiempo y la tempestad desatada por los vientos de la Historia.

La nueva escena, a diferencia de la primigenia, posee cromatismo y el fotógrafo no es un aficionado al arte de la fotografía sino un experimentado artista que se esmera y cuida hasta los más mínimos detalles. La propuesta que le hace a los protagonistas ( en este caso a Clara Alteman) es que reproduzcan el gesto del pasado en el mismo lugar en el que la primer fotografía fue obtenida. Es, lo sabemos, la misma consigna, para todas y cada una de las tomas que conforman el proyecto Ausencias.

Clara Atelman de Fink ya no es, lógicamente, la mujer joven que su marido retrató con candor en la fotografía monocroma. En 2006 ya es una mujer adulta que parece alcanzar casi la octava década de su vida. El lugar del hijo está vacío, solo se ve el respaldar de una silla y la mano izquierda de la madre posándose sobre el borde superior.

Todos los contornos son nítidos, los objetos tienen espesor, a diferencia de lo que sucede en la fotografía de 1974 en la que todos los elementos que componían la escena parecían estar en un proceso de evaporación.

Las palmas de las manos de Clara Alteman son visibles y recién ahora, 32 años más tarde, percibimos que sus manos son grandes, sobre todo la derecha que está dispuesta sobre la mesa, como adelantándose a su cuerpo. También podemos diferenciar el objeto de vidrio o de cristal que esta sobre la mesa, el mismo que aparecía en la foto antigua corroído o devorado por la luz. Se trata de un centro de mesa con formas onduladas, vacío.

A diferencia de la foto antigua se hace difícil saber a qué hora del día Germano obtuvo la nueva fotografía. Hay en ésta, una preeminencia de la luz invadiendo toda la escena lo que permite que los objetos adquieran una realidad de la que carecen en la foto antigua, mostrándolos en su plena realidad. Nada parece ser, nada debe adivinarse o imaginarse. Lo poco que hay, está allí. El mantel, el centro de mesa, los objetos que adornan la pared. No hay misterio detrás o delante de ninguno de los objetos, ni mucho menos en el cuerpo de la mujer que está ubicada en el centro de la escena.

Ella está de pie, firme, frente a la cámara. No hay en esta fotografía naturalidad alguna, el cuerpo está rígido como esperando el instante del clik del obturador. La sonrisa tenue de la mujer joven, se ha borrado.

Tampoco está sobre la mesa en la que falta el hijo, el aparato de radio. Podemos imaginar que fue desechado por el paso del tiempo, pero junto al cuerpo del hijo ausente es la radio el objeto faltante, el único objeto de la fotografía antigua (también velado en ella) en la que el hijo depositaba su mirada.

Germano seguramente instruyó a la mujer en el modo que él deseaba que se reproduzca la escena, sin embargo, y a diferencia de la mayoría de los otros pares de fotografías que componen la serie Ausencias, en ésta, la protagonista parece haber traicionado el deseo del fotógrafo al girar su rostro hacia la cámara, como imposibilitada de remedar el gesto que en la foto antigua hacía que sus ojos miraran con delicadeza el gesto de su hijo.[2]

Arrebatado de su lado, la dimensión de la ausencia del hijo concentrada en el espacio vacío de la silla, no puede ser observada, acaso por temor al derrumbe que implicaría para ella reproducir una escena de carácter imposible. ¿Cómo mirar lo que no existe?

Clara Alteman tiene a su lado el vacío, y al no mirarlo, le da, a esa espacialidad, (¿lo sabe ella?) una contundencia difícil de describir si no es con ese gesto de firmeza.

La descripción de esta fotografía aún reclama dos señalamientos. Uno de ellos, es lo que podríamos llamar el punctum. Según Roland Barthes el punctum, es “ese azar que al mirar la fotografía nos despunta (…)un detalle, es lo que añado a la foto y que sin embargo está en ella”. El centro que atrae mi mirada.

Podríamos arriesgarnos a decir que la foto de Germano hace su punctum en ese centro velado (muerto) que es el ojo derecho de Clara Alteman, un ojo socavado por la ceguera y que ella no disimula, sino que por el contrario, lo ofrece a nuestra mirada. No hay quien al ver la reconstrucción fotográfica de esa escena no se detenga con cierta inquietud en ese detalle fisonómico que la mujer porta o carga. Hueco a través del cual todas las imágenes e ideas que despierta la visión de esta escena parecieran confluir, drenadas en él, como si se tratara de un pozo ciego que se ha tragado lo visible.

El segundo elemento restante es la otra ausencia, no la del hijo, sino la del fotógrafo aficionado que sacó la primer foto. No estaba en ella, pero ocupaba, podríamos asegurarlo, el vértice de un triángulo, de una trinidad familiar que aún invisible, sostenía la fotografía desde su ausencia. Ahora ya no hay cruce de miradas posible. No hay padre, marido ni hijo. De la candidez de la escena primigenia solo ha sobrevivido un centro de mesa vacío y un ojo ciego que mira a una cámara sostenida por un extraño.

La candorosa armonía en la que estaba sostenida la primer fotografía, (armonía de los gestos, de las miradas, de la atmósfera hogareña) ha desaparecido. A pesar de la amplia variedad cromática, la casa donde Clara Alteman posa para Germano, se ofrece a nuestra mirada despojada, alejada de aquella cálida familiaridad que el fotógrafo aficionado atrapó y condensó con su cámara treinta y dos años atrás.

“El verdadero contenido de una fotografía es invisible- dice John Berger- porque no se deriva de una relación con la forma sino con el tiempo”[3]. El retrato de Clara Alteman obtenida por Germano en 2006, al ser puesto en dupla o diálogo con el que fuera sacado tres décadas atrás revela lo invisible (lo que falta, lo arrebatado), el tiempo transcurrido entre una y otra toma ( 1974-2006) es la dimensión del hueco a través del cual esa familia se ha invisibilizado.

El retrato de Clara Atelman de Fink es una descarnada descripción de eso que llamamos soledad humana. Pero aún más, esta fotografía es, por sobre todas las cosas, la condensación narrativa de la historia de un derrumbe.

Aunque todo brille frente a nuestra mirada en la tersura que nos ofrece el papel fotográfico, lo que hay allí, en esa escena, es una ruina. Y esa mujer, que como un Cíclope se yergue en el centro de la escena, mirándonos fijo, con su único ojo vivo, el testimonio irrefutable de la aborrecible perversidad con que la dictadura se descargó, sin piedad, sobre el cuerpo y el alma de miles de familias argentinas.

Rubén Chababo. Director del Museo de la Memoria. Rosario (Argentina)


[1] Baudelaire, Charles. Cartas a la Madre, Ed. Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1993

[2] Luego de conocer la lectura de esta fotografía, Gustavo Germano, evocando el backstage de esta toma, dijo ” en las primeras fotos que le saqué, ella estaba mirando el lugar vacío, pero algo no cerraba, hasta que le pedí que me mirara y entonces se me puso la piel de gallina. Nunca olvidaré ese momento, su actitud, el convencimiento de lo que Clara Atelman reclamaba con su mirada”. Creemos que este señalamiento, lejos de anular la primera interpretación, refuerza la sensación de presencia de ese vacío que intuimos ella está sintiendo en ese instante.

[3] John Berger. “Entender una fotografía” en Sobre las propiedades del retrato fotográfico. Citado en el Prólogo al catálogo de la muestra Ausencias